¡Bienvenidos a Kazajistán!

Almaty, Almatí, Alma-Ata… Tras poco más de una semana, todavía no sé cuál es el nombre apropiado. Depende de si hablas con un extranjero, un kazajo, un kazajo-ruso o, quizás incluso, un uigur (azucarado). Para colmo, como extranjero no es que sea experto en distinguir razas o procedencias; y como a un uzbeko lo confundas con un kirguíz o a un ruso con un tayiko, la has liado. Además, la amabilidad de este país es «of the weather». Al menos por parte de la población adulta. Por lo general, no esperes un trato amable de un kazajo.

Borat, el kazajo más internacional.

Borat, el kazajo más internacional.

Otra de las particularidades de Almaty es la nociva calidad del aire. Pensaba que el frío -después 24 horas maldurmiendo y casi 10 horas volando- me habría irritado la garganta ya reseca. Pero el aire olía raro, como a ceniza y a humo de fábrica. Supongo que es lo que tiene vivir en la 9ª ciudad más contaminada del mundo. La culpa la tienen la nefasta planificación urbanística y, en definitiva, histórica de este país en general. Algún espabilado debió de pensar que instalar una central térmica de carbón precisamente por donde sopla el viento en una ciudad rodeada de montañas se trataba de una magnífica idea.

Peor que en Londres

Peor que en Londres

Y esta es solo una de las curiosidades (por llamarlo de alguna manera) de Kazajistán. A lo largo de estos días, investigando sobre mi nuevo hogar, me topo con diversos hechos que me llevan a pensar que la antigua URSS utilizaba esta región a modo de trastero o, incluso, de basurero: gulags, pruebas nucleares, residuos radiactivos, silo de misiles, etc. Para empezar, buena parte de los gulags estaban aquí, en Kazajistán, ya que se trataba de una región relativamente próxima a las grandes ciudades soviéticas y, al mismo tiempo, dentro de la temida Siberia. De hecho, en la región de Karaganda, en el centro del país, a día de hoy todavía se conservan buena parte de estos campos. Y es que tal es el frío que puede llegar a hacer en este país que a Astaná, la capital, se la conocía hace siglos bajo el nombre de Ak-Molá, que debe de significar algo así como «tumba blanca». Y por si hay algún escéptico o se piensa que exagero, hace uno o dos años, el termómetro registró la máxima baja (¿o mínima alta?) de -52º. No he estado y espero no encontrarme nunca ante semejante tortura, que a -10º ya notaba cómo las piernas se entumecían y los pelos atravesaban el pantalón vaquero como púas.

Un día cualquiera de invierno en Almaty

Un día cualquiera de invierno en Almaty

Mucho peor es el cementerio radiactivo en el que han convertido la zona Semipalátinsk, cerca de la ciudad de Semey, al noreste del país. Pero ello creo que se merece una entrada para sí.

Horror en Semipalátinsk

Horror en Semipalátinsk

En cuanto a la vida cotidiana, durante el día apenas se ve gente en la calle. La gente se refugia del frío en los edificios o en sus coches. La conducción es caótica y cruzar la calle es jugar a la ruleta kazaja. Los semáforos son sencillos y no hay señales de dirección (ni siquiera en la calzada), por lo que se forman tapones en cada intersección por los vehículos que se detienen para torcer. Además, el boom de la importación de coches japoneses ha provocado que puedas ver al conductor sentado a la derecha en algunos coches o a la izquierda en otros muchos. Y aquí no se tira de taxis sino de autostop, por lo que acuerdas un precio y te lleva a tu destino. Lo dicho: esto es otro mundo.

Cuando anochece, la ciudad cambia radicalmente. Todo se llena de luces, música y gente que anda de un lado para otro. Los bares y restaurantes son muy cómodos y agradables y están siempre a rebosar. Todo se llena de gente joven y todo el mundo está dispuesto a iniciar una conversación. Por supuesto, no pueden faltar los alardes de territorialidad por parte de la fauna autóctona que se ofende fácilmente cuando ven a un extranjero hablar con una local. Y si a ello añades el machismo galopante, la impunidad hacia los malos tratos y la medieval práctica del secuestro de novias (por no mencionar la política del país…), uno se hace una idea del grado de retroceso de buena parte de la sociedad kazaja y de cuánto camino les queda por recorrer para obtener una democracia tan libre, pura y transparente como la nuestra. Como siempre, es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que una viga en el propio.

La colorida noche de Almaty

La colorida noche de Almaty

Con todo, me encuentro a gusto con el cambio. En todos lados puede uno encontrar pros y contras, razones para querer o para odiar, para quedarse o para marcharse. Sin embargo, sin cosas malas es imposible apreciar completamente lo bueno que se te ofrece. Así que, como dirían por aquí: Добро пожаловать в Казахстан!

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Los que se van

En apenas un día va a dar comienzo un nuevo acto de esta obra de teatro. Creo que la vida de uno está compuesta de varios actos, cada uno con su escenario, sus personajes principales y secundarios y sus tramas. Y, como tal, el final de un acto da pie a otro nuevo que aporta nuevos elementos a la historia principal y desarrolla el porvenir de su protagonista. Por ello, ante el final de una etapa solo hay motivo para estar expectante ante lo que deparará la siguiente. Y así es como me siento. A mis 25 años dejo atrás varios actos de mi vida: Granada, donde nací y me crié; la (a veces inexistente) vida universitaria de Pamplona; aprender a lidiar con jefes en Londres, una ciudad tan interesante y bella como voraz; y, por último, Madrid, de la que no puedo guardar mejor recuerdo.

Y es que hay que salir y conocer mundo. No se debería tratar de un privilegio sino una de experiencia vital que todo ser humano ha de vivir. Viajar permite conocerse a uno mismo y descubrir el mundo en el que vive. En definitiva, hace que uno se convierta en un ciudadano del mundo de pleno derecho.

Llamemos a mi próximo destino Invernalia, que suena a frío. Y no exagero porque semana tras semana el termómetro se niega a marcar un número positivo. No tengo ni la más remota idea de lo que me voy a encontrar o a lo que me voy a enfrentar, aunque en el fondo no me preocupa demasiado: se trata de una aventura, y es a base de ellas que se curte uno. Además, voy bien provisto de utensilios propios de un kit de supervivencia para Siberia o de un aficionado a subir montañas heladas, todo ello siguiendo los consejos de quienes ya viven allí. Supongo que toda precaución es poca cuando te dispones a vivir en una antigua república soviética: nunca se sabe qué vas a echar en falta. A nada que me mueva un poco por las regiones colindantes y me ponga a escribir de vez en cuando acerca de viajes, me sentiré una suerte de Ryszard Kapuscinski del siglo XXI.

Cuando se te ha concedido una oportunidad como ésta, sientes que tienes la obligación moral de sacarle el máximo partido, de exprimir todo el jugo y de volver más hecho. Y es que, aparte de una mueca de sorpresa («¿Kazaqué?»), veo un brillo en los ojos de las personas cuando digo a dónde me voy. Al menos durante una fracción de segundo, dejan entrever el lado aventurero del ser humano que nuestro exangüe «Estado del bienestar» ha terminado por aletargar. Entonces el brillo se apaga, sonríen y te desean suerte. Por ello creo que los que se van tienen la obligación moral de volver y de devolver a la sociedad lo que una piara de burócratas apolillados, tiburones sin escrúpulos y analfabetos megalómanos le han arrebatado: la ilusión en su estado más puro, cercenando desde la infancia nuestro instinto explorador mediante el «soma» de la comodidad y del mínimo esfuerzo. Porque esta casta lo que desea es que sigamos siendo ratones sin más ambición que recorrer el circuito prefijado para nuestra clase. Un circuito muy bien decorado y transparente, para que nos sintamos a gusto mientras vemos a otros hacer lo mismo y, de esta forma, sentir que vamos juntos a una misma meta, integrados todos en un sistema de aparente libre albedrío. Si dejamos que este tipo de gente siga gobernando nuestras vidas y destinos, el «Mundo Feliz» que profetizó Huxley cada vez estará más cerca.

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